La belleza del rostro de Cristo como expresión de la fe cristiana

Nada hay más humano que pedir, y de algún modo, exigir ver el Rostro de Dios. La fe cristiana en estos más de 2000 años de existencia se ha constituido desde la belleza y la grandeza del rostro de Cristo. Nuestra fe se ha transmitido desde el rostro de Cristo acontecido en la historia.

El cristianismo es la religión de la voz y la palabra, pero también es la religión del cuerpo y de la historia; es religión de exterioridad y de interioridad. Los sentidos corporales y los espirituales pertenecen al todo del ser humano y son necesarios para el encuentro con el Dios de la historia.

En esta línea, tanto en el AT como en el NT existe una visión positiva acerca del rostro de Dios. Así, por ejemplo, en la oración de bendición de Nm 6, 22-27, que Dios le revela a Moisés, se señala: El Señor te bendiga y te guarde; / el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti, / y tenga de ti misericordia; / el Señor alce sobre ti su rostro, y te dé paz. La bendición de Dios equivale a mostrar su rostro y con ello, recibir de Dios la totalidad del bien estar, la plenitud y la felicidad máxima, -lo que se expresa con el término Shalom-. Otro ejemplo, aparece en el salmo 31, 17: Que brille tu rostro sobre tu siervo / ¡y sálvame por tu amor! El Salmo 89,16: Tu rostro buscaré Señor, no me escondas tu rostro.

En el transcurso del AT, el rostro de Dios aparece como un regalo para el ser humano, pero también como una súplica, una exigencia de contemplación, lo que se traduce en bendición y dicha. Sin embargo, en el AT, el rostro de Dios es siempre promesa, pero no cumplimiento. Es una invitación a despertar, ante todo, el sentido de la escucha. Oír, prestar atención a la Palabra pronunciada, es el imperativo del Padre que afanosamente prepara el camino a su Hijo, el que traerá una palabra con un rostro.

En el NT, la Palabra se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros (Jn 1, 1). La Palabra tiene nombre y tiene una historia, se llama Jesús y es reconocido como el Cristo.  El Hijo de Dios, no se cansa de mostrar al Padre a través de su rostro, y por eso dice: quien me ve a mí ve al Padre que está en los cielos (Jn 14, 9). Ver a Cristo, equivale, por tanto, a ver al Padre. Por esto, ante sus discípulos que no le reconocen resucitado y ante las dudas, -muy humanas que estos tienen- les dice: mirad mis manos y mis pies soy yo mismo. Palpadme y pensad que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Al ver las dudas de sus discípulos se afana en mostrar sus manos y sus pies; quiere que le reconozcan desde su cuerpo.

Por lo tanto, si el cristianismo fuera una religión abstracta, sin cuerpo, le bastarían la palabra y el oído, pero como es la religión de la encarnación le son esenciales, la carne y el rostro que consuelan, los ojos y las manos que acarician.

En este sentido, la recuperación de la belleza como expresión del cristianismo, es fundamental, porque nos interpela a una fe en el Dios histórico, que llama desde los sentidos. Dios no quiere una fe sin carne ni desapasionada, sino una que se deje con-mover.

De este modo, es imprescindible pasar desde el Cristo pensado –propio del discurso lógico-metafísico de la fe– al Cristo percibido por los sentidos humanos, porque lo más potente del mensaje de Cristo es el impacto de la belleza que su persona provoca y desde ahí llama. Por ello, el cristianismo es, ante todo, expresión de la gloria y la belleza de Dios, acogiendo el mundo en Cristo, quien lo transfigura y que de nada necesita más que de ese alimento que es la belleza.

Sin embargo, la belleza, teológicamente, quedó oscurecida –a ratos olvidada– por los grandes discursos metafísicos y teológicos de la Edad Media y la Edad Moderna. Los intentos de racionalizar al máximo la fe y sus categorías, la alejaron del plano del discurso teológico. La belleza expresada en el rostro de Cristo, reapareció en la escena humana con los místicos y poetas del siglo XIX, así como por la asfixia ocasionada por el sinsentido tan propio del siglo XX.

En efecto, los poetas y artistas, lograron comprender la unidad misteriosa y azarosa que se produjo entre el pensamiento bíblico y el helénico integrando la belleza, la verdad, la unidad (los llamados trascendentales platónicos) en la figura de Cristo. El cruce entre la cultura helénica y judía, en la que se origina el cristianismo, solo aportó a una nueva comprensión de la vida y de Dios mucho más integral y rica. Por un lado, el judaísmo a diferencia del helenismo, es una cultura de los sentidos exteriores –del oído, de la recitación y de la memoria– y es también una cultura de la historia; mientras que el helenismo, por otro lado, es una cultura del cosmos. El judaísmo privilegia la acción y el profetismo, y el helenismo, la sabiduría y el arte. Por esto la mística cristiana rebosa de identidad al conjugar estas dos cosmo-visiones. Los místicos y los poetas supieron integrar la escucha atenta a la palabra de Dios con la contemplación de la figura de la cruz, como imagen concreta de Dios.

En consecuencia, los artistas en general, son ejemplos de la manifestación suprema de la belleza que ha constituido el fundamento permanente de la atracción de Cristo sobre los hombres; no su eficacia, ni su doctrina, ni siquiera su ejemplo moral, sino aquella belleza hecha de sencillez, vulnerabilidad, casi ingenuidad y santidad que, sumadas, encontramos en Cristo. A esa belleza, del rostro de Cristo, que es al mismo tiempo belleza de Dios que atrae, es la que los hombres han adorado y servido.

Autora: Soledad Aravena, académica Facultad Estudios Teológicos y Filosofía UCSC